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Escritos

El Curandero Herido

El Curandero Herido

UNA IMAGEN ARQUETIPAL DEL TRABAJO PSICOTERAPÉUTICO.

María Islas y Sven Doehner – México, 2011

Hay una idea común, un prejuicio o una esperanza, respecto el trabajo terapéutico, que coloca al psicoterapeuta como una persona sana, en orden, y curada.  Según esta visión, es gracias a su intelecto maduro y resuelto que puede ayudar a personas menos afortunadas.

Pero, ¿qué tal si nos imaginamos que la sensibilidad psicoterapéutica nace de una herida –y dolor– en el terapeuta mismo?

La herida se revela en aquello de nosotros mismos que no nos gusta, que nos avergüenza, da pena y despierta rechazo.  Incluye pensamientos, emociones y sensaciones que preferimos ocultar, no decir o disimular, a favor de quedar bien o de parecer normales ante otros y ante nosotros mismos.

Para mejor imaginarlo, evoquemos un mito psicológicamente relevante: el de HEFESTO, hijo de Hera, engendrado sin la ayuda de Zeus.  Infelizmente, nació cojo y fue echado de Olimpo, rechazado por todos por su evidente inferioridad.  Cayó al centro de la madre tierra por la boca de un volcán, en donde se inició en el trabajo con los fuegos internos, y se convirtió en el dios herrero: el artesano.

Hefesto creaba objetos, tan útiles como preciosos, que permitieron a aquel para quien fueron destinados adueñarse de su propia vida, por haberse convertido en quien más genuinamente era.  Fabricó el escudo que Eneas llevó a la guerra, facilitando que pudiera ser el valiente Eneas; también hizo las perlas que tanto resaltan la belleza inigualable Afrodita.  Inventó la brida, a petición de Atenea, que permitiría al hombre domar el instinto desbocado del caballo.  Los ejemplos son muchos más.

Ni la herida en su pie, ni la descalificación de su madre, el rechazo de otros, o su sentido de inferioridad, definieron a Hefesto.  Ni actuó ni se conoció como el rechazado.  Se dio a conocer más bien como artesano, el prototipo de quien convierte material sin forma clara ni fin aparente –materia en bruto– en instrumentos de camino para la expresión propia.  Más que resolver los conflictos de otros, su trabajo proporciona lo que le hace falta al otro para responder a sus situaciones según algo esencial a su propio ser.

Como imagen de el curandero herido, Hefesto ilustra cómo la relación dinámica con la propia herida es el medio a través del cual se descubren y desarrollan los dones más profundos y los talentos más finos del ser.  La relación empática con el propio sentido de inferioridad despierta lo que hace falta para ser creativos en nuestras vidas.

La imagen de Hefesto sostiene a la figura del terapeuta que valora aquello que averguenza, amenaza y no encaja, lo que paradójicamente hace que nos sintamos y que seamos distintos a otros: nosotros mismos.

Recordemos que desde tiempos ancestrales, uno de los más profundos deseos del “homo faber” –el hombre que fabrica– es colaborar en todos los sentidos posibles con las transformaciones externas e internas de la materia.  Los seres humanos nos descubrimos a través de lo que hacemos.

El trabajo psicoterapéutico más profundo ocurre en espacios en donde se tocan las heridas, más para relacionarse creativamente con ellas que para corregirlas.  Imaginemos al psicoterapeuta como un artesano que se revela a sí mismo a través del descubrimiento de lo que el otro necesita para ser más él, o ella.

El trabajo artesanal de un terapeuta empieza con el reconocimiento de sus propias heridas, el reto es que sus heridas estén presentes en el consultorio sin ser actuadas ni reprimidas; las heridas del terapeuta están al servicio de otro solamente cuando las ha transformado en sí mismo.  Con su artesanía, el terapeuta lucha para que sus demonios tomen forma y se transformen a través de lo que aparece en el consultorio.  En vez de reparar, su tarea es re-construir.

Trabajar con las heridas de los demás a través de las heridas propias, tal como el trabajo de Hefesto –y del psicoterapeuta profundo–, es un arte que sana.  Es artesano aquél que lucha con lo que le apasiona, dándole una nueva forma.  La tarea del terapeuta es luchar con lo inesperado y desconocido, aunque le amenace, no lo entienda o le lastime, para des-cubrir nuevas formas, tanto externas como internas, de estar y ser en la vida.

A medida que nuestros miedos, deseos, frustraciones, añoranzas, furias y pasiones toman forma concreta en nuestras vidas, salimos de la idea de algo para tener una nueva experiencia de ello.  Así, el herrero y el psicoterapeuta se vuelven maestros del trabajo con el fuego, guiando a otros a relacionarse creativamente con sus propios impulsos, pasiones y deseos.  Son quienes se transforman a sí mismos en el proceso, ganando su lugar en la vida gracias a la relación que establecen con lo que falta, apena y atemoriza.

Relacionarnos con nuestros demonios, esas imágenes que evidencian y acompañan a las heridas, es precisamente lo que nos permite encontrarnos con nuestros dones y más profunda y secreta creatividad.  Es ahí donde podemos descubrir un sentido de realización y satisfacción en la vida.

La herida es una fuente de transformación cuando nos inicia en un trabajo con los propios demonios; es una invitación a dejar a un lado la repetición y la memoria para abrirnos a la imaginación y a la creación, convirtiéndonos en el ser que más auténtica y profundamente somos.

Sobre la relación entre Alma y Espíritu

Sven Doehner  – México, 2013.

A menudo hablamos de “alma” y “espíritu” a manera de sinónimos, como si fueran dos términos intercambiables. El entendimiento de la relación entre el alma y el espíritu es fundamental para comprender uno de los dolores principales de la existencia: la sensación de estar divididos.

Para ilustrar esta relación, voy a recurrir a una imagen:

Imaginemos que el espíritu es como un abuelo y el alma es su nieta. Los dos van a la feria y ahí el abuelo se toma todo con calma, el espíritu no tiene prisa, es eterno, va a estar siempre y siempre está siendo; reconoce los patrones y movimientos básicos de las cosas. El abuelo le dice a su nieta: “oye, ¿cuál es  la prisa? la feria va a estar aquí mañana”. Pero el alma tiene prisa; al alma le ocupa la experiencia, el alma quiere vivir todo hoy y siente la urgencia de la vivencia.

Cuando alguien muere, el alma es la que puede sentir la tristeza por la vida que acaba con su existencia material; el espíritu, sabe que la vida es eterna, que todo está siendo en continuo, en todo momento.

El espíritu es la fuente desde la cual las cosas toman su vida, el alma es la manera en que el espíritu resplandece y se manifiesta. Cuando hablamos del alma y del espíritu como dos cosas separadas o incluso, como si fueran la misma cosa, estamos quitándole el espíritu al alma y negando la necesidad de alma que tiene el espíritu.

“El alma es la ropa que el espíritu se pone para que lo experimentemos”.

El espíritu es el que contiene a la vida misma y el que aún con sus características eternas sabe que tiene que vivir temporalmente a través del alma. El alma  es el aspecto subjetivo de las verdades eternas. La relación entre alma y espíritu es una unidad donde no hay divisiones.

Ni el alma ni el espíritu tienen la necesidad de diferenciarse, somos nosotros los que nos dividimos; el alma y espíritu permanecen unidos cuando encontramos lo espiritual en lo cotidiano, en las experiencia

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