Sven Doehner  – México, 2013.

A menudo hablamos de “alma” y “espíritu” a manera de sinónimos, como si fueran dos términos intercambiables. El entendimiento de la relación entre el alma y el espíritu es fundamental para comprender uno de los dolores principales de la existencia: la sensación de estar divididos.

Para ilustrar esta relación, voy a recurrir a una imagen:

Imaginemos que el espíritu es como un abuelo y el alma es su nieta. Los dos van a la feria y ahí el abuelo se toma todo con calma, el espíritu no tiene prisa, es eterno, va a estar siempre y siempre está siendo; reconoce los patrones y movimientos básicos de las cosas. El abuelo le dice a su nieta: “oye, ¿cuál es  la prisa? la feria va a estar aquí mañana”. Pero el alma tiene prisa; al alma le ocupa la experiencia, el alma quiere vivir todo hoy y siente la urgencia de la vivencia.

Cuando alguien muere, el alma es la que puede sentir la tristeza por la vida que acaba con su existencia material; el espíritu, sabe que la vida es eterna, que todo está siendo en continuo, en todo momento.

El espíritu es la fuente desde la cual las cosas toman su vida, el alma es la manera en que el espíritu resplandece y se manifiesta. Cuando hablamos del alma y del espíritu como dos cosas separadas o incluso, como si fueran la misma cosa, estamos quitándole el espíritu al alma y negando la necesidad de alma que tiene el espíritu.

“El alma es la ropa que el espíritu se pone para que lo experimentemos”.

El espíritu es el que contiene a la vida misma y el que aún con sus características eternas sabe que tiene que vivir temporalmente a través del alma. El alma  es el aspecto subjetivo de las verdades eternas. La relación entre alma y espíritu es una unidad donde no hay divisiones.

Ni el alma ni el espíritu tienen la necesidad de diferenciarse, somos nosotros los que nos dividimos; el alma y espíritu permanecen unidos cuando encontramos lo espiritual en lo cotidiano, en las experiencia